Por: JUANA L. CONDORI QUISPE
Presentación de carácter narrativo histórico, común a las comunidades indígenas.

El territorio, las montañas, las aguas y sus profundidades; las voces, los silencios, sus protagonistas; los inquietantes siglos desde la invasión pasando por la conquista, la colonia y la república a lo largo del Abya Yala cruzan la memoria. Los argumentos, las voces de los inicios de la vida de estos panoramas sagrados son una real revelación salvífica y a la vez profética. La ausencia de los discursos por la vida y los afanes evangelizadores que destruyen, destierran y desplazan, sin duda han dejado sus huellas. Serie de condenas históricas, desencuentros siniestros, convivencias nefastas y secantes entre distintas concepciones de vida, una por sobre todo hegemónica e individualista y las otras subordinadas a los invasores y aferradas a su esencia colectiva. De este recorrido, algo queda seguro, el discurso ideológico teológico europeo de la evangelización en cualquiera de sus vertientes, no ha podido ni puede encarnarse aún, no en las comunidades nativas, indígenas de este mundo al que sentimos consagrado desde siempre.

Las manifestaciones evangélicas presentes hoy en tierras indígenas, rescatan sus cualidades particulares de las relaciones vívidas con toda la naturaleza, el firmamento, el ciclo de la vida del cosmos.  La concepción del mundo, el manejo espacial, los ascensos a la montaña, los rituales dedicados al territorio y los fenómenos naturales no hacen más que escenificar tiempos profundamente sagrados y espirituales que reconstruyen un tiempo prodigioso cual espejo a través del que leemos e interpretamos nuestro texto primigenio, el territorio sagrado, los tejidos, el hacer de los hombres y mujeres, el modo de ser de Jesucristo en el thakhi (Camino).

Estas fuentes de espiritualidades, en su trayectoria, van amparando estratégicamente las formas de las vertientes tradicionales de sus misiones evangelizadoras occidentales para seguir recreando vida aun cuando desde la perspectiva de los agentes pastorales constituyan eventos intolerables a la luz de los ojos de Dios. Más allá de una simple fusión mecánica religiosa, superposición de creencias o sincretismo censurable, cada una de las partes de esta manera particular nuestra de concebir la existencia actúa en función de la vida como valor supremo en sus propios términos y escenarios, pero aun así no somos libres de la sospecha eterna de la mirada externa.

Esta espiritualidad sagrada es la que obra como cristal protector, es a partir de este lente sagrado que se entiende y vive la realidad cotidiana. Aquí están inmersos la mujer, el varón indígena y el territorio, a través de este cristal erigimos la visión consagrada y bendecida de la comunidad cosmos, la prioridad será el bien común de todos los integrantes humanos y no humanos.

El evangelio en territorio se hace presente siguiendo la huella y la voz de la creación de cada uno de sus componentes. Una narración de origen, relatos de tiempos remotos, frases de sabiduría en la boca de las ancianas y ancianos, cantos que anuncia un tiempo mejor, murmullos de gratitud y solidaridad de las generaciones, ecos de los tiempos nuevos, danzas en la espera de ese gran día jach’a uru (el gran día) de la vida en plenitud. Así, estas expresiones vivas y profundas de la espiritualidad de las comunidades indígenas son vigentes en territorio sagrado. En este escenario consagrado, la sola escritura frente a la sola oralidad y praxis de la armonía queda sin argumentos.

La historia ha dejado sus heridas, la caminata pesada del constate desencuentro ha insistido en que nuestro mundo representa el pecado. La carne como territorio del pecado, el espacio sagrado que habitamos como territorio de pecado, esta patente mirada hace imposible ver algo digno de mi pueblo a los ojos de Dios. Desde la perspectiva del cristianismo es casi imposible tratar de imaginar el pecado en otros términos en relación a nuestros pueblos. La totalidad de la espiritualidad de este nuestro mundo es condenada a ser percibida siempre como igual o equivalente a impuro, sucio, sin virtudes ni belleza, lo más oscuro en el mundo de las generalizaciones.

Parte de la sabiduría primordial de los pueblos en la fe es la resistencia que resplandece lejos de las connotaciones pecaminosas que se le atribuye. Aquí en nuestro mundo se hace abstinencia colectiva y recuento de las infracciones a ser enmendadas por la máxima responsabilidad que esto implica, la protección de la comunidad en su totalidad. Lejos de ser un asunto personal en el que frenar los deseos de la carne y su inclinación al pecado sea el fin último.

Los milagros de la presencia divina en nuestros caminos son visibles cuando la tierra fecunda abundantemente, cuando las enfermedades del cuerpo y del espíritu sanan o simplemente cuando estás listo para enfrentar la hora de la muerte en casa, que es el microcosmos que alberga la vida plena. Un nombre lleno de significado es Jesucristo (Qullan Yuqa) en este mundo donde todo adquiere profundo significado. La raíz de Qullan Yuqa refleja una maravillosa buena nueva, Qulla (de qullana) traducida quiere decir medicina, Qullan Yuqa hijo que posee la medicina, el remedio. Entonces, Jesucristo como Qullan Yuqa actúa de manera directa sobre nuestros cuerpos logrando sanidad. A razón de la misma, Jesucristo es un hermano y sabio curandero presente en la necesidad, cercano, toma las manos y es fraterno a la tierra, un yatiri amigo.

Los hermanos y hermanas aymaras tenemos presente a Jesucristo visto y presente en cada rincón del territorio, entre las montañas, las laderas y el agua que brota de las profundidades. Un Jesucristo que comparte nuestra visión del mundo, los padecimientos del cuerpo, los tormentos del alma, y de quienes somos nosotros como comunidad. Jesucristo está grabado en nuestro territorio que provee hierbas y ungüentos para la regeneración de la vida. Este divino entretejido le otorga sentido a la fe como portadora de vitalidad. Difícilmente se puede sentir el sufrimiento humano a la distancia, solo alguien que se hace parte de este mundo puede con las manos devolver la esperanza. Una vez que hemos conocido sus manos y presencia sanadoras retornamos de las márgenes, el olvido y la estigmatización.

El Jesucristo aymara está vivo en este nuestro territorio, no está distante, no está en los cielos. Su eficacia abraza el territorio sagrado, las relaciones integrales de la comunidad, pero tales consideraciones son rechazadas y puestas en cuestionamiento por los portadores de la verdad única. La relación con Dios está en comunidad, en lo colectivo, no en la singularidad y lo privado. Porque la verdad no se nos revela sólo a través de un libro sagrado, sino a través de la sabiduría de nuestros ancianos, ancianas, nuestras montañas en las que quedan grabadas y en las que se revela el Creador.

La manera cómo se condensa la vida de la comunidad y sus predicamentos se expresa en la sabiduría que permanece en la boca de los ancianos y ancianas. La sabiduría de los años esperados en la vejez, se lo espera no solo del jaqi (ser humano) sino de nuestros apus (montañas ancestros) apostados por milenios en nuestro territorio. Se estima de ellos su afán de centinelas, criadores y protectores de la existencia. Esta perdurable sabiduría, lejos del estigma pagano e idólatra que le atribuye la doctrina y el dogma del cristianismo occidental, nos presenta con dignidad un pueblo aymara preparándose para recibir la medicina continua y reconfortante de la sanadora enseñanza de Jesús desde el territorio. Medicina regeneradora de la vida en abundancia, quien hoy por su gracia nos devuelve a los aymaras la dignidad que creencias hechas por humanos nos arrebatan, para hacernos partes de un reino amigo y fraterno.

Nuestros pueblos markas, y ayllus tienen el ajayu y el pensamiento en el todo, la comunidad territorio. Ahí está vivo y hace presencia Dios, tan longevo cual emergencia de la vida, en los parajes y espacios de libertad en las alianzas por la vida. Un Dios vivo y vigente en la vida de los pueblos, contado y sentido en la danza, difundido en el testimonio, invocado en las luchas y escuchado en los sueños.

Pueblos invocadores que aguardan en silencio, pero vigilantes a la mirada inquisidora occidental que los hace clandestinos en su propio mundo. Estos son los pueblos ignorados, mundos que resisten, mundos que vivieron y vive menospreciados por todos los sistemas de gobierno. Estas son las imágenes de Dios negados y que sirven a la vez de justificativo en la labor de las misiones y la de las iglesias.

La salvación traída por la invasión y la conquista no tuvo tolerancia con las comunidades espirituales ya establecidas desde tiempos ancestrales. Para la mirada de los conquistadores y así como para las misiones recientes era preciso salvar las almas perdidas de su ignorancia y su adoración a lucifer. Era urgente tomar la voluntad de cada individuo y convertirlo a la manera e imagen de los invasores. La premisa era imponernos una nueva forma de admitir culpas, tanto que para dar cuentas de los mismos tuviéramos que evadir nuestro mundo, rehuir los deberes de la comunidad y avergonzarnos de nuestros orígenes. Insisten en la creencia de que nuestra forma de vida, la sabiduría de nuestros pueblos y nuestro vínculo primordial con la creación son artimañas del maligno a los que estamos atados y se muestran siempre predispuestos a liberarnos.

La invasión y la conquista del Abya Yala, así como la reforma protestante fueron contemporáneas en sus eventos. La presencia tardía del protestantismo en nuestros territorios no la hace menos cruel, soberbia ni prepotente. El mismo imaginario que acompañó a los misioneros del siglo XVI, acompaña a la presencia misionera de hoy. Siglos antes plantar una cruz y rezar una misa era parte del ritual de toma de posesión, hoy por hoy llevar la noticia del evangelio consiste también en un acto de toma de posesión de los cuerpos y la vida de los evangelizados. Cualquier iniciativa del evangelizado debe pasar por la aprobación de la iglesia oficial, cualquiera sea esta. Lo que resulta peligroso para la iglesia, lo tiene que ser también para el evangelizado.

Cualquiera fueran las justificaciones teológicas de las invasiones de uno y otro lado, eran los tesoros terrenales los que guiaban su objetivo, lejos de sus contemplaciones teológicas o filosóficas. Fueron soltando al aire los nuevos dioses del mundo occidental, el dinero, el poder, los brillantes y el yo como primera persona. Pero tales (re)formas, formas y ajustes de compatibilidad no son relevantes en las comunidades aymaras sino responden a tiempo con un matiz funcional, ético, operativo y solvencia espiritual al presente.

A 500 años, la modernidad al que Martín Lutero aportó sustancialmente, no ha logrado consumir los sistemas tradicionales que aportan vida, no ha podido evacuar las “creencias primordiales”, las que al parecer continúan expresándose de forma dispersa e invisible a través de la multiplicidad de significaciones que los varones y mujeres aymaras, quechuas, guarayos, ayoreodes… elaboran cada vez más de manera independiente del control de las instituciones religiosas, ya sean estas históricas o de reciente emergencia. No es que el protestantismo haya carecido de eficacia política y religiosa, se impusieron en el mundo indígena tal cual lo hicieron en los territorios de su origen europeo. Lo que al parecer faltó, fue una porción de la sabiduría que compone humildad, solidaridad y consecuencia con los recursos de la fe que sabiamente elabora una lectura social que interpela por justicia y esperanza para los rechazados y considerados indignos a la óptica de los agentes totalitarios de la teología eurocéntrica.

Que los indígenas necesitan ser salvados de su opresión, exclusión, marginación y pobreza, suena a ironía. Nuestros sagrados mundos han sido evangelizados bajo parámetro de subyugación, dominio, abuso y presión, desde el momento en el que el cristianismo se ha presentado como absoluto, puro y sin mancha acompañado de un laberinto de condiciones políticas, económicas y sociales injustos. Nuestras comunidades de creyentes son marginales, arrinconados en espacios de exclusión, privados de los legados de sus antepasados, porque existe un modo de vida unilineal y absorbentes que se erige como el centro del todo, llámese postmodernidad o etapa contemporánea, estructura que acapara los mejores territorios, pensamientos, sentimientos pretendiendo el corazón y la sumisión de los ya silenciados.

Se ha recibido el mensaje de la salvación cual fórmula que permite evadir la realidad, dejar de ser parte de ella. Para algunas hermanas y algunos hermanos resulta fácil asumirse como nuevo en Cristo, abandonar la comunidad y dejar atrás todos los rastros que la vinculen a ella, como parte de lo que se ha entendido es la salvación cristiana, ser otro en todos los sentidos. Cuando se le pide transformar su corazón por Jesucristo, el hermano o la hermana ve la propuesta como algo más que un cambio de actitudes o comportamientos pecaminosos, para mis hermanos y hermanas implica transformar el todo del corazón (chuyma), que es el centro vital de la vida aymara. Un corazón aymara contiene el conocimiento, la sabiduría de nuestro mundo ancestral, las manifestaciones máximas de la vida en común que se traducen en valores, ética y modos de ser de la vida. Por ello un recién convertido se siente solo y se recluye en su nueva comunidad abandonando la suya, porque le han pedido cambiar el corazón, el centro vital ancestral por otro ajeno que no lo acepta tal y como es. Donde se encuentra tu riqueza ahí se encuentra tu corazón se dice en la sabiduría aymara.

Tras siglos de descalificación y estigmatización continua por parte de los evangelizadores, existen muchas vidas que se hacen clandestinas y desoladas entre las paredes de los templos de las denominaciones de la teología cristiana y la misma teología como ciencia. El cristianismo agenciado en esas circunstancias doblega los corazones, insistiendo con tal sutileza, una vez más, en una supuesta ignorancia o poca inteligencia en la comprensión de los dogmas misionales. Se las reitera de tantas maneras que los sencillos corazones lo han interiorizado y su respuesta es recluirse y esperar las órdenes de un centro neural sin la posibilidad de repensarse en ella.

Existe una verdad absoluta en las que las interpretaciones de las Escrituras son dadas por los que ostentan el poder de la escritura, la lectura, la academia occidental, subestimando las escrituras, las lecturas e interpretaciones integrales de las comunidades. La lectura de la Biblia y las interpretaciones elaboradas se han usado y se usan para legitimar acciones e intereses, sobre todo aquellas que corroboran y afirman la idolatría y el paganismo de las comunidades para así silenciarlas, dejarlas sin argumento ni defensa. Se desconfía de los métodos de sanidad y búsqueda de la armonía a nivel comunitarios por parte de los miembros convertidos. Los agentes pastorales concluirán que no están preparados y que necesitan de una capacitación correcta y ajustada al dogma.

Lo cierto es que los grados de descalificación al mundo sacral indígena no han minado ni minan el continuo flujo de nuestras realidades hacia los textos bíblicos, o ellas abrazando nuestras realidades recíprocamente, nutriéndose mutualmente, conviviendo complementariamente de manera ilegal ante las oficialidades eclesiales y sus estrategias interpretativas. Las comunidades siempre han mantenido apertura y predisposición para tener lo mejor de la tradición y enseñanzas cristianas. Los pueblos han dialogado con los textos, han encontrado respuestas en él. En medio de la crisis compleja de nuestra historia se ha podido distinguir el tesoro en un sendero lleno de piedras, en la intimidad del corazón y en el de nuestras comunidades.

Bajo el control avasallador de las interpretaciones occidentales que eluden nuestras realidades, insisten en darnos las respuestas desde sus propias materialidades en nombre de la Biblia. Las lecturas fundamentalistas y secantes bregan, contra la fe genuina dentro de nuestro mundo sagrado, con desmesurada tenacidad logrando que propios y extraños repudien las raíces de nuestra espiritualidad y se sientan más cómodos y satisfechos fuera de él. El territorio sagrado, mundo a través del que le damos significado a la existencia va dejado de ser nuestro mundo de realización.

La reconstrucción de nuestra identidad se hace urgente. Reclamamos la renovación de la consciencia colectiva en medio del deterioro económico, político, cultural y espiritual producido en nuestras comunidades. Recobramos la fortaleza de nuestros territorios y su sabiduría desde el abrazo sincero a toda la comunidad. Acopiamos la riqueza de sus profundidades en términos de lengua, pensamiento y sentimiento por el útero comunitario. Esperanzados estamos en que una vez renovados en ella, el evangelio se irá percibiendo y sintiendo como agua fresca que sacia amigablemente (apropiación del evangelio por el indígena en libertad). Esto no trata de una simple traducción a la lengua del anuncio de las buenas nuevas desde la perspectiva occidental, antes bien de un real compromiso con el evangelio.

Aquí presentamos una denuncia del quehacer de la iglesia institucional como contrario al evangelio. Denuncia que advierte la inclinación y pensamiento de la iglesia actual como muy interesadas en las almas de mis hermanos y hermanas indígenas, pero que a la vez se pone al margen o desaparece del escenario cuando de la colectiva lucha de nuestros pueblos en búsqueda de la salvación de la marginación de los sistemas imperantes se trata. Es un llamado humilde a la reformulación de la cultura y religión cristiana desde sus distintas denominaciones, en el contexto de las opresiones contemporáneas y su compromiso con la justicia.

Es en este largo y aletargado preámbulo del Awtipacha en el que permanecemos, hoy por hoy, los que tenemos el corazón en la sagrada creación. Awtipacha hace referencia a la época seca, también advierte del tiempo y el espacio seco de larga duración, o la sequía prolongada. En esta awtipacha los panoramas aparentes son de angustia, abandono, destierro melancolía y añoranza, pero sus sagradas profundidades; vienen gestando y elaborando diligentemente los nutrientes que alimentan el territorio; van encauzando y recargando lentamente las vertientes y los cielos que refrescarán la vida; va esperando sabiamente por la jallupacha donde los caudales lleguen a saturarse, reverdeciendo las planicies y las montañas.

Como morador de este Awtipacha, tiempo seco que insiste en su permanencia y con la mirada puesta en la vida en plenitud (suma qamaña), pongo en marcha una Jakaña. Esta palabra aymara aporta esperanza desde su polisemia. Jakaña es la matriz, el útero, la placenta, el órgano de la gestación; jakaña es también la sanidad de la herida, el cicatrizar de las lesiones producidas; finalmente, jakaña es vivir con todo y sus puntos críticos.

La jakaña o matriz ancestral, como fuente y reafirmación del universo simbólico de las creaciones y el pensamiento de los pueblos aymaras bebe de la vertiente o phuju que emerge de las profundidades de la tierra cual cordón umbilical que sostiene la vida. Todos hemos nacido y tenemos nuestras placenta en las profundidades del territorio sagrado, se tiene la esperanza de que ella nos recuerde de donde somos mientras abrazamos y escuchamos la sabiduría de nuestras abuelas y abuelos. Sin embargo, hemos perdido la ruta de nuestros compromisos con el territorio, hemos menospreciado los valores del servicio al pueblo, y vamos vertiginosamente en un sendero en solitario. Se ha perdido la capacidad de escuchar y sentir, hemos olvidado la jakaña o la matriz ancestral, lejos de ella hemos perdido la justa medida de nuestro thakhi, sendero de los ancestros.

Las relaciones dispares, llenas de subordinación, dominación, destrucción y enajenación en la que ha transcurrido la vida de las comunidades indígenas hace urgente que el cristianismo en sus ramas católicas o protestantes devuelvan las almas a sus comunidades, a su Jakaña, a su universo simbólico del que han sido desprendidos abruptamente. El evangelio en términos de buenas noticias debe devolver a los creyentes indígenas a los referentes de su matriz cultural. Es necesario restituirlos a la placenta, estimando que los mismos nutriéndose de su mundo matriz, reconociéndose en él, con la claridad y consciencia del valor inmanente dado a cada pueblo en sabiduría y discernimiento, puedan de manera transparente ver los ojos al Creador de la vida como aymara, quechua, wiwa, wayú, guaraní, shipibo, cogi, iku, yukpa, reconociendo la maravillosa revelación de Dios en cada pueblo desde los inicios de la vida.

En esta matriz sagrada, la placenta cauteriza la sangre, muerte y menosprecio de nuestros antepasados en la historia; las llagas y lesiones cicatrizan al calor del fogón de la casa sagrada que se levanta de la tierra; todos los agravios y pesares sanan al arrullo de la creación, la madre tierra y las primeras lluvias después del prolongado Awtipacha; los orígenes y su memoria son fortaleza y voz profética; se dirimen los predicamentos sociales y espirituales que afirman la memoria histórica. Una memoria que logre la distinción entre lo que es justo y verdadero de manera crítica y auténtica vitalidad para reelaborar un yo soy esto, un indígena evangélico cristiano. Aquí nuestros nuevos textos a leer se entienden a través de esta nuestra matriz protectora y al interior de sus propias interpretaciones.

En esta comunidad nueva del evangelio, que restituye al indígena en su comunidad madre, nadie destruye a nadie, todos se enriquecen en el establecimiento del territorio sagrado de Dios. Esta restitución del creyente indígena a la matriz ancestral es de manantial inagotable. Posee un carácter crítico y contestatario, pero su confianza está en la pronta llegada de un tiempo fresco, en el que todos adquirimos ciudadanía plena y disfrute de una hermandad solidaria.

Esta narrativa histórica posiblemente sea muy particular y suene muy lejano a otras realidades, pero estoy segura que considerarlo ayudaría en la reflexión de las prácticas misioneras o pastorales, alentados a ser más genuinas y respetuosas en cualquier rincón del mundo. Bien sabido es que la concepción hegemónica de una teología occidental se mueve con violencia y dispone de la vida de otros con legitimidad, vale decir concentra las almas y los cuerpos como propiedad privada, incluso en las aulas en las que debatimos estos asuntos. Bajo el venero de esta lógica y epistemología corre la dinámica de la elaboración del conocimiento en centros académicos y de ellos se infiltran en nuestras comunidades. Mundos cautivos en un espejismo del que se han develado la poca asertividad y autosuficiencia de sus postulados.

Para mis hermanas y hermanos de las comunidades, un retorno a la JAKAÑA de los conocimientos y de los saberes ancestrales como alternativas de vida, mucho más allá de la lógica del “conocimiento” occidental, es una compleja tarea que implica reconocimiento y sustancial interés de incorporarlo en niveles que coadyuven a la construcción de un discurso bajo nuestros términos propios de manera autónoma. Para esto será necesario infringir y descomponer los esquemas y mitos naturalizados de la existencia de nuestro “ser” colonizado que como indígenas nos impiden realizar el relato de nuestro propio mundo, reencontrarnos con nosotros mismos, leer nuestros registros custodiados en los cultivos, tejidos, la alfarería y el cosmos en su totalidad. De no prestarle la importancia debida a su tiempo, será más probable que el mundo externo a nuestras comunidades disfruten y se queden las versiones idílicas y regionales del mundo indígena en las paredes de los museos donde el silencio, la omisión, la ocultación es total y absoluta.

*Este artículo se realizó gracias a una donación de la Universidad de Biola y la Fundación Templeton, la cual dio la oporunidad de pasar un semestre en el Seminario Bíblico de Colombia como teóloga visitante y le dio tiempo para reflexionar y escribir.