Por Benita Simon

Para poder compartir un poco sobre mi experiencia como mujer indígena con la iglesia local y en el pensamiento de mi identidad en medio de una sociedad tan confusa, es inevitable traer al pensamiento las historias de las que también soy producto hoy, como las decisiones que mis abuelos tomaron y luego mis padres, porque el entorno familiar influye en las condiciones, prácticas y maneras de cómo se vive la espiritualidad.

Mi mamá nació en los Cuchumatanes, hija de Benita y Prudencio, personas de la cultura maya mam de las imponentes montañas, ambos de fe y práctica católica. Mi abuelito se desenvolvió por años en la iglesia junto al sacerdote del pueblo, y eso cambió muchas cosas en las prácticas de la familia. Mi mamá cuenta que por la influencia de la iglesia en mi abuelito, él comenzó a percibir muchas prácticas que ellos tenían como pecado, por ejemplo, las oraciones que hacían los abuelos del pueblo por personas con necesidades de salud, llegando incluso a destruir varios altares ceremoniales de un anciano sabio de la comunidad. También cuenta que, aunque sembrar una roca por el nacimiento de cada bebé era una tradición con mucho significado, al estar mi abuelito en la iglesia católica decidió arrancar las rocas que había sembrado por cada una de sus hijas e hijos porque ya lo percibía como una práctica pecaminosa. Al mismo tiempo, la iglesia influyó en la percepción que mi abuelito tuvo sobre la educación convencional y el alto potencial de las mujeres. Creyó fuertemente que la educación escolar era invaluable, por lo que mi mamá a los 8 añitos dejó su pueblo para ir junto con sus hermanas a estudiar a internados católicos. Fueron la primera generación del pueblo que salió a estudiar, y todavía más revolucionario siendo mujeres. Mi mamá nos cuenta que cada vez que las monjas las escuchaban hablando en mam, las castigaban con chicotes (golpes). Después de algunos años recorriendo el camino de formación académica occidental, mi mamá se encontró estudiando magisterio en un pueblo de Sololá. Ahí conoció a mi papá, un hombre maya kaqchiquel desde el semblante hasta el temperamento. Se enamoraron, se casaron y se fueron a vivir al pueblo de mi papá, la tierra de los artistas, Chixot, que ahora se conoce como San Juan Comalapa.

Después de 3 hermanos y antes del más pequeño, nací yo, rodeada de toda la familia paterna. Como mi mamá es mam y mi papá era Kaqchikel y son idiomas muy distintos, ellos se conocieron en español y mis hermanos y yo crecimos en español. Mi abuelita, Mercedes, desde años antes de que yo naciera era comerciante, por lo que hablaba español muy fluido. Incluso a mis hermanos y yo siempre nos habló en español, al parecer con la intención de facilitarnos la vida. Pero, todos sabemos que ella siempre sintió, pensó y vivió en Kaqchikel. Ella era evangélica y dejó esa herencia de la fe y práctica del cristianismo evangélico a sus hijos e hija, y todos ellos a nosotros, los nietos y nietas, o sobrinos y sobrinas.

Como para la iglesia evangélica también muchas de las prácticas y tradiciones ancestrales se veían como pecaminosas. Nosotros no crecimos con muchas de estas festividades y tradiciones locales que son bastante comunitarias, pero sí con muchas vivencias que sin duda para mi abuelita eran inevitables. Recuerdo que en algunas ocasiones cuando celebrábamos su cumpleaños, ella pedía que la fiesta fuera en el bosque donde cocinábamos, comíamos y cantábamos. Mi abuelita siempre oró en Kaqchikel, aunque muchas veces cantaba en español lo que aprendía en la iglesia.

Cuando yo tenía 14 años, tomé mi primera mochila grande y migré a la ciudad a estudiar perito forestal y años después a la Facultad de Agronomía de la Universidad de San Carlos. Recuerdo implacablemente cómo esta etapa ha moldeado mucho de mis aspiraciones y el reconocimiento de mi identidad. Primero, identificándome con la academia, recuerdo bien que siendo adolescente comencé a creer que mi valor e identidad dependía de la excelencia a través de los promedios y las aspiraciones tanto laborales como académicas. Esto se convirtió en un valor fundamental en mi vida, y no parecía estar mal, porque no recuerdo que en la iglesia se hablara sobre la verdadera identidad en Cristo y sobre las implicaciones de eso para toda la vida e integralidad humana. Pero un poco más adelante, siendo estudiante universitaria, mi fe como cristiana evangélica se vio confrontada, no porque dejara de creer sino porque comencé a descubrir un cristianismo incómodo. Incómodo porque me hacía preocuparme por la realidad nacional; incómodo porque me decía que creer en Jesús debía moverme a buscar justicia y a que me doliera la desnutrición; incómodo también porque me di cuenta que había estado viviendo de manera egoísta, porque entendí que ir a la universidad nomás para méritos personales estaba lejos del corazón de Dios.

Tuve la dicha de ser parte de una comunidad en donde nuestra fe en verdad que nos movía a soñar con cambios, y no cambios que nomás se quedaran en un plano espiritual, sino que se palparan en la cotidianidad—“no más corrupción, no más impunidad, no más engaño”; pero todo eso aplicándolo en primera instancia, a nuestro quehacer como estudiantes, aplicado a nuestros círculos inmediatos de la universidad, familia, iglesia. En grupos nos tirábamos en los pastos de la universidad a estudiar la Biblia y en este espacio, yo no sentía barrera alguna que se marcara por ser o no ser de origen maya.

Haber sido parte de esa comunidad cristiana y haber vivido un proceso de re-entendimiento de mi fe fue la razón que me llevó a involucrarme en espacios de incidencia política universitaria y posteriormente a cambiar el rumbo o ambiciones de mi profesión. Pero además, también recuerdo que ahí en esa comunidad, tuve amigos que me planteaban otras preguntas, no sólo relacionadas a mi profesión y vocación, sino también a mi identidad cultural. ¿Mi identidad? No sabía que debía ser una pregunta a responder. Ellos me preguntaban cosas sencillas, pero que comenzaron a dar vueltas en mi interior: ¿Qué significado tienen las figuras de tus güipiles? ¿Qué características te distinguen como mujer Kaqchikel? ¿En qué idioma hablás con tu familia y amigos? ¿Qué pensás o sentís cuando ves todos los tejidos en las mochilas o bolsos? ¿Qué diferencia hay entre tu pueblo y otros pueblos indígenas? ¿En la iglesia de tu pueblo todos usan sus trajes?

Ufff, parecían preguntas sencillas y que hacían con genuino interés, algunas personas porque eran mestizas repensando su identidad, otras porque nunca habían tenido una relación cercana con una mujer maya. No puedo explicar la manera en que esas preguntas me hicieron comenzar a abrazar más y mejor mi identidad como mujer Kaqchikel. Qué dicha la mía, en verdad que soy afortunada, en verdad que tengo una historia bella, en verdad que lo aprendido de mis abuelos se articula concretamente en afirmaciones del valor de la identidad maya, en verdad que mi pueblo con toda su historia y cicatrices, es un tesoro.

Fue tan emocionante comenzar a caminar en esa lectura consciente de mi identidad cultural como mujer, la de mi familia, mi comunidad de fe, mi iglesia local, así que empecé a buscar espacios de jóvenes indígenas con quienes pudiera aprender más sobre este ejercicio identitario. En algunos de estos grupos donde me encontré, piensan y trabajan su identidad maya, pero eso los ha llevado a rechazar, repudiar y menospreciar el cristianismo, entonces no me sentía identificada.

En las iglesias evangélicas de muchos pueblos, incluyendo el mío, aunque sean 100% indígenas, hablar de prácticas ancestrales, identidad maya, y otros temas afines no es muy bienvenido por temor a algún tipo de sincretismo religioso. Yo, honestamente, ya no encuentro ninguna guerra entre mi fe cristiana y mis orígenes mayas, ¿por qué entonces no encajo del todo en estos espacios? ¿Quizá por mi escolaridad? Me entiendo muy bien con gente académica, pero honestamente, quisiera sentir y pensar en mi idioma materno, quisiera sentir y pensar en mi idioma paterno, pero ninguno de estos es claro en mí.

Yo tengo todos los rasgos de mi mamá, por lo que físicamente he de parecerme un poco más al pueblo mam, aunque soy kaqchikel—una mezcla que siempre celebro. Pero, un día estando en la iglesia, una chica me preguntó: ¿por qué vos no sos igual que nosotras? ¿A qué te referís?, le respondí con otra pregunta. No te parecés a nosotras, tu cara es distinta, pero también tu manera de hablar… Me quedé callada porque me decía cosas que yo no sabía o al menos no de manera consciente, y luego de pensarlo un poco, le conté sobre mi familia mam y sobre haber crecido hablando sólo español, y su curiosidad terminó, pero, yo sentí un nudo en la garganta. En ese momento quería que alguien me dijera que mi semblante y pensamiento eran auténticos de una mujer Kaqchikel.

He contado todo esto para decir que he tratado de pensar más en lo que construye la identidad de las comunidades mayas dentro de las iglesias evangélicas, especialmente las mujeres con quienes me identifico. Con toda la historia que nuestros pueblos y nuestras iglesias han tenido, en realidad, no soy tan diferente; sino con una historia identitaria bastante parecida a la de miles de mujeres mayas. Soy igual a cientos de mujeres mayas que han aprendido a hablar en otros idiomas, para manejar los términos y navegar en el sistema, que, aunque no nos pertenece, lo dominamos. Soy igual a cientos de mujeres mayas que tranquilamente usan pantalones, pero se sienten más libres con su indumentaria. Hoy, muchísimas mujeres mayas se reconocen como parte de la creación y se conectan con la tierra de manera natural, y a la vez leen la Biblia y conocen a Jesús, y caminan con Él.

Y cuánto sueño que las iglesias dejen de ser parte de las brechas divisorias que borran y rechazan prácticas hermosas de espiritualidad, prácticas con las que nuestros abuelos y abuelas se conectaban con el Creador y Formador, y que más bien se atrevan las iglesias a observar, valorar e incluso aprender. Por supuesto, también creo que hay aspectos de las culturas que eran y siguen siendo necesarios de redimir a la luz del evangelio de Jesús. Todas las personas merecen conocer y reconocer en discernimiento su propio lienzo, los matices que cuentan su historia particular y la historia colectiva de su pueblo. Pues somos producto de los distintos lazos que nos tejen y si reconocemos que Dios ha estado presente a lo largo de la historia y es el Señor de las culturas y del universo, entonces podemos aprender a celebrar estos matices que nos dan forma.

Así oro, para que más personas indígenas, más comunidades de fe cristiana sean libres, que conozcan detalladamente la historia de su pueblo, incluyendo la colonización y religión forzada. Oro que conozcan con transparencia su historia familiar, oro que profundicen en los fundamentos de su fe, que abracen la manera en que piensan y sienten, que bailen en sus colores vivos, que sientan orgullo por la diversidad de lazos que les han tejido hasta aquí, y libremente reconozcan y construyan su identidad en transparencia delante de Dios.